Primer domingo de Adviento

 ¿Os habéis detenido alguna vez a pensar, queridos amigos, que el hombre es el único ser sobre la faz de la tierra que espera? Los animales no esperan: viven en el instante, en el hic et nunc, sin una memoria que proyecte verdaderamente hacia el futuro ni una auténtica anticipación. El hombre, en cambio, sí. Incluso ahora, mientras os hablo, una parte de mí ya está “después”; y vosotros, que me escucháis con paciencia, también estáis ya proyectados hacia lo que vendrá.




San Agustín lo explica de manera admirable en su teoría del tiempo: cuando el hombre desciende a su interior descubre que su alma es imagen de la eternidad. De modo distinto a como ocurre en Dios, ciertamente, pero también el hombre vive en un eterno presente: conserva el pasado con la memoria, anticipa el futuro con la actualidad y la esperanza. Por eso vence el simple devenir, mientras que el animal está sumergido en él sin escapatoria.



La espera, pues, nos constituye. Y el Adviento es el tiempo litúrgico de la espera por excelencia.

Pero aquí surge un problema grande, muy grande.

Hoy la Iglesia —al menos la que más se deja ver y oír— parece haber edulcorado y vaciado por completo el sentido auténtico de esta espera. Nos propone una espera que, digámoslo con franqueza y con dolor, es ridícula. Ridícula por dos motivos.

Primero: nos invita a esperar cosas que nunca se realizarán. Pensad en los mensajes recurrentes: «trabajemos por un mundo sin guerras», «construyamos la paz definitiva», «una tierra sin injusticias». Son utopías. Sabemos muy bien que la paz perfecta en esta tierra nunca existirá; que el conflicto, aunque haya que reducirlo todo lo posible, pertenece a la condición humana después del pecado original. Presentar esas metas como si fueran el contenido principal de la espera cristiana es engañoso.

Segundo motivo: incluso cuando los objetivos son buenos, siguen siendo estructuralmente demasiado pequeños para la pregunta enorme que llevamos en el corazón. ¿De verdad nuestro deseo profundo se agota en la «cuestión ambiental», en la «justicia social», en la «paz mundial»? Son cosas importantes, sin duda, pero secundarias. El corazón del hombre está hecho para el Infinito. Lo dice san Agustín tras su conversión: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti».

Cuando la Iglesia aplana la espera sobre horizontes solamente inmanentes, terrenos, demuestra paradójicamente que está vieja, cansada, oxidada. En cambio, la Iglesia ha de ser siempre joven, siempre viva, porque debe indicarnos la espera de la verdadera novedad: aquella que vence definitivamente el tiempo y la muerte, aquella que nos abre la puerta de la eternidad. No las COP28 ni las mil conferencias sobre el clima, sino el pecado es el verdadero problema que compromete nuestro destino eterno.

Volvamos a Pavese: «¿Acaso alguien nos ha prometido algo?». Él no tenía la respuesta. Nosotros sí. Alguien nos ha prometido realmente algo, y lo prometió con la sangre de la Cruz: Jesucristo. Él es la novedad siempre nueva, siempre joven, que nuestro corazón espera.

No utopías irrealizables, no objetivos buenos pero insuficientes: esperamos a Él, al Señor que viene.

Fuente inspiradora, Profesor Gnerre, Il Camino dei Trei Sentieri

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Rosa Mística