El Pastor de Garabandal: Relatos de Fe y Fortaleza en la Vida de Ramonín


En el remoto valle de San Sebastián de Garabandal, donde las montañas cantabras custodian secretos ancestrales, habita un alma indomable: Raúl Rodríguez, conocido por todos como Ramonín. Con 85 primaveras a sus espaldas, este humilde guardián de ovejas no es un simple labriego; es un custodio vivo de los ecos marianos que conmovieron al mundo en los sesenta. Sus relatos, susurrados con la cadencia de quien ha lidiado con el destino, revelan lecciones de redención y tenacidad. Basado en confidencias frescas de hace tres días, este perfil explora la esencia de un hombre que transforma el dolor en luz.

Un Reflejo que Despierta el Alma

Ramonín ha forjado su existencia al lado de criaturas leales, esas que comparten el peso de la rutina sin reclamos. Poseía una yegua y un macho, dúo inseparable en los pastizales. La urgencia económica lo obligó a desprenderse del macho, y el vacío que dejó fue devastador: la yegua cayó en un abatimiento profundo, rechazando alimento y agua, postrada en el establo como una sombra de sí misma.

En busca de alivio, un gesto inesperado llegó de un conocido del mesón El Recreo en Cosío, quien solía apoyarlo con generosidad. Le obsequió un espejo, y Ramonín, en un arranque de intuición, lo instaló frente a la yegua. El cambio fue mágico: el animal se irguió de inmediato, devorando su ración con renovado vigor y saciando su sed. En cuestión de días, recuperó su brío, galopando como si el compañero ausente nunca se hubiera ido. "¡El poder de un simple reflejo!", reflexiona Ramonín con esa chispa en la mirada. Esta fábula cotidiana ilustra cómo, en la fragilidad, un vistazo al propio ser puede reavivar la chispa vital.


Infiltraciones en lo Sagrado: Recuerdos de las Visiones

Durante el torbellino de las apariciones —de 1961 a 1965—, Garabandal se convirtió en epicentro de peregrinaje y fervor. Las multitudes invadían los hogares de las visionarias, con especial afluencia en la morada de Ceferino, progenitor de Mari Loli. Astuto, Ceferino adaptó un cobertizo en improvisado expendio de bebidas, permitiendo el acceso selectivo pero expulsando a los jóvenes como Ramonín. Aun así, el muchacho poseía un talento innato para las evasiones: se deslizaba por atajos invisibles y se refugiaba bajo la mesa de la sala, absorbiendo la atmósfera cargada de misterio.

Años más tarde, en sus últimos instantes, Ceferino solicitó la presencia de Ramonín. Con lágrimas surcando su rostro, murmuró: "Absuélvame por haberte vetado tantas veces en aquellos días de visiones". Ramonín, con ternura sincera, replicó: "No hay resentimiento; cada vez que me cerraste la puerta, hallé otra vía para entrar". Esa misma noche, Ceferino halló la serenidad en el más allá. En este intercambio, Ramonín destila su filosofía: la perseverancia no se rinde ante barreras, y el perdón florece en la honestidad.



Lágrimas en el Sendero: Hacia el Encuentro con el Destino

El 18 de octubre, un sábado de bruma matutina, el azar tejió un reencuentro en Puentenansa. Al abandonar el hostal pasadas las ocho y media, junto a un compañero, divisamos una figura familiar en el arcén. "¿Será Ramonín?", inquirió mi amigo. Así era. Lo convidamos a un aromático café, y en esa pausa, desgranó su odisea matinal.

A las cuatro de la alborada, ya había velado por sus dos hermanos ancianos y su rebaño de nueve ovejas. Emprendió entonces el trayecto de tres kilómetros hasta Puentenansa, saliendo en tinieblas para no faltar al II Congreso Internacional de la Virgen de Garabandal. "Lloré durante todo el recorrido", admitió, "pues intuía que este día sería trascendental". La ansiedad por exponer sus vivencias ante extraños lo carcomía —un hombre de pocas palabras ante un auditorio—. Por designio inexplicable, me rogó compañía durante las cuatro horas previas a su turno. Ese lapso se convirtió en un bálsamo: Ramonín desnudó su trayectoria, impartiendo sabiduría sobre la conquista de las sombras. Sus palabras dejan claro que una mano invisible —la de Dios— hilvana las pruebas en un mosaico de consuelo.

Un Rincon Celestial: La Morada de las Ovejas

El cierre de nuestra charla tuvo lugar en el redil donde resguarda su ganado, un sitio que evoca el humilde pesebre de la Natividad. La paja mullida, el murmullo de los corderos, la penumbra suave: todo conspira para transportar al visitante a los albores de Belén. Ramonín reveló que innumerables veladas las pasa allí, reclinado en su lecho rústico, que bien podría ser el berce del Infante. "Este lugar es un pedazo de paraíso terrenal", afirma, y su convicción contagia. Como testigo primordial de las apariciones, Ramonín encarna la santidad en lo prosaico: el aroma de la hierba y el ritmo de la vida animal.

En esa tertulia de treinta minutos, predominaron los silencios sobre las frases. Sus ojos, de un azul penetrante —casi un "azul mariano"—, narraban volúmenes enteros. En otra ocasión, desentrañaremos ese matiz que parece capturar la esencia de lo divino.

Forjado en la Prueba: Una Existencia de Contrastes

La senda de Ramonín entrelaza espinas y rosas en igual medida. Último de once vástagos, vio la luz en 1940 en un hogar azotado por la escasez. A sus siete meses, gateaba con precocidad, pero la pérdida abrupta de su padre agostó la fuente materna. Obligada a labrar la tierra, su madre lo confinaba en una caja de madera durante sus ausencias. La malnutrición lo devoró: plagas de insectos, flaqueza extrema. Tan al borde del abismo estuvo que el cura Valentín de Marichalar le administró los últimos ritos. Mas la muerte lo eludió; renació de las cenizas.

En la juventud, un percance le fracturó la espina dorsal, un secreto que guardó por pudor hasta que la curvatura lo delató. La miseria familiar postergó el socorro médico por ocho años. Al fin, un centro en Santander lo acogió por dos años y medio, periplo de agonías que templó su espíritu como el acero al fuego.

Describir su calvario desafía el léxico humano. Convivir con él por horas desvela una certeza: el Altísimo vela por los espíritus más agobiados, no mediante rituales ostentosos, sino refinándolos en el crisol del tormento. Ramonín evade las plegarias formales; su devoción es acción muda. Hoy, a sus 85, mantiene su establo reluciente, mima a sus ovejas y asume el peso de una hermana nonagenaria y un hermano octogenario. Ayudado por parientes, no ceja: cada atardecer, empuja la silla de ruedas de su hermana en un paseo de tres kilómetros. "Ella me arrulló en mi infancia; ahora, el turno es mío", confiesa con gratitud profunda.

Un Faro en la Niebla

Ramonín trasciende el rol de anécdota local; es un emblema de redención para los que navegan en la duda. Sus crónicas —del espejo restaurador, las intrusiones en lo numinoso, las lágrimas en pos del llamado— nos urgen a escrutar lo etéreo en lo tangible. En esta era de estrépito, este custodio nos lega que la creencia se forja en la resiliencia, en erguirse ante el espejo del ser y avanzar. Al parecer, el Cielo destina prodigios a los temperamentos más castos, aquellos que, a imagen de los ojos de Ramonín, destellan con el fulgor de la promesa eterna.

Si el camino te lleva a Garabandal, acércate a su redil. Tal vez, entre el eco de los corderos, halles un fragmento de eternidad. Y si cruzas palabra con él, solicita un relato. Te reconfigurará el alma.

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Rosa Mística