13 de Octubre, última aparición de la Virgen en Fátima. Reflejo de la Trinidad en María.

 María es una figura que ha acompañado la historia del cristianismo desde sus primeros pasos. No solo es la madre de Jesús, el Salvador, sino que también es alguien que estuvo siempre cerca de la voluntad divina, desde su juventud hasta su asunción al cielo. Hablar de María es hablar de su relación íntima y profunda con la Santísima Trinidad: Dios Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Cada una de estas relaciones está impregnada de amor, fe y misterio, y es imposible separarlas sin perder la esencia de lo que representa su presencia en el plan de salvación.


Desde su primera aparición en los relatos bíblicos, María ha sido un puente entre lo humano y lo divino. Es la mujer sencilla que se convierte en la Madre de Dios. Una mujer que, con su “sí”, cambia la historia para siempre. Pero este “sí” no fue solo un acto de obediencia; fue un acto de profundo amor por Dios Padre, quien la eligió para esta misión única. El ángel Gabriel, al dirigirse a ella en el Evangelio de Lucas, le dice: "No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios" (Lucas 1, 30). Estas palabras, tan simples y a la vez tan poderosas, reflejan cómo el Padre celestial, con toda su majestad, miró a esta joven humilde de Nazaret y la colmó de su gracia. Ella fue la elegida, desde el principio de los tiempos, para ser la madre del Salvador, y en ese momento, el plan de Dios se manifestó en su vida.


Este llamado a ser la Madre de Dios no surgió de la nada. Ya en el Antiguo Testamento, el profeta Isaías había anunciado: "He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel" (Isaías 7, 14). Emanuel, que significa "Dios con nosotros", no era solo una profecía lejana para el pueblo de Israel. Era el anuncio de una realidad que se cumpliría en María, una joven que vivía su vida con sencillez y devoción. En su humildad, María fue la elegida por Dios Padre, no por sus méritos, sino por su corazón abierto y dispuesto a hacer su voluntad.


Sin embargo, la relación de María con la Trinidad no se detiene en su vínculo con Dios Padre. Su relación con Jesús, su Hijo, es única, porque no solo fue la madre que lo llevó en su vientre, sino también la madre que lo acompañó durante toda su vida. En cada momento, desde su nacimiento en Belén hasta su muerte en el Calvario, María estuvo allí, amando y sufriendo, compartiendo los momentos más alegres y también los más dolorosos de la vida de su Hijo. En la cruz, en uno de los momentos más desgarradores de los evangelios, Jesús, mirando a su madre, le dice: "Mujer, he ahí tu hijo" (Juan 19, 26). Estas palabras, dirigidas no solo a María, sino a todos nosotros, nos muestran cómo Jesús entrega a su madre a la humanidad, dándonos a todos una madre que nos cuida y nos ama incondicionalmente.


Ese mismo amor es el que llevó a María a estar con Jesús en su misión de salvación, desde el inicio hasta el final. No podemos olvidar que en ese mismo cuerpo que llevó al Hijo de Dios, estaba el amor y la fuerza del Espíritu Santo. Cuando el ángel Gabriel anunció a María que concebiría al Salvador, le explicó que esto sería posible porque "el Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra" (Lucas 1, 35). En ese momento, el Espíritu Santo actúa directamente en María, haciéndola partícipe de un milagro imposible a los ojos humanos. Es el Espíritu quien obra en ella para que Jesús, el Hijo de Dios, tome carne en su vientre. María se convierte en la esposa del Espíritu Santo en un sentido espiritual, unida a Él en un vínculo que trasciende lo terrenal.


Esta relación de María con el Espíritu Santo no es un acto único y aislado, sino que marca toda su vida. Desde su concepción inmaculada hasta su asunción, el Espíritu Santo la acompaña, protegiéndola y preparándola para la misión que el Padre le ha encomendado. Podemos ver una prefiguración de esta acción del Espíritu en el libro del Génesis, donde se nos cuenta que “el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas” (Génesis 1, 2). Así como el Espíritu estaba presente en la creación del mundo, también estuvo presente en la creación de la nueva humanidad, de la nueva alianza, que comienza en el vientre de María.


Y aquí es donde llegamos a una imagen tan poderosa como bella: María como el Arca de la Nueva Alianza. En el Antiguo Testamento, el Arca de la Alianza era el lugar donde se guardaban las tablas de la Ley, la vara de Aarón y el maná. Era el símbolo tangible de la presencia de Dios entre su pueblo. El Arca era sagrada, intocable, y dondequiera que iba, la presencia de Dios se hacía sentir. De una manera similar, María es ahora vista como el Arca de la Nueva Alianza. En su vientre, no lleva simples objetos sagrados, sino al mismo Hijo de Dios, la Palabra hecha carne. San Lucas, al describir la visita de María a Isabel, dice que cuando Isabel oyó su saludo, “la criatura saltó en su vientre” (Lucas 1, 41). Este encuentro evoca la misma alegría que el Arca de la Alianza traía al pueblo de Israel, un gozo profundo por la presencia de Dios.


María es, sin duda, ese Arca sagrada que lleva en su seno la nueva promesa de salvación. En ella se cumple el plan perfecto de Dios. Así como en el Antiguo Testamento, el pueblo de Israel guardaba el Arca con reverencia y temor, en el Nuevo Testamento, María es venerada como la madre que nos trae a Jesús, el Salvador.


La Iglesia Católica, a través de su Catecismo, nos ayuda a profundizar en esta relación tan especial de María con la Trinidad. Nos enseña que María, como Madre de Dios, tiene un papel único en la historia de la salvación. El Catecismo nos recuerda que ella fue la primera en recibir a Jesús, pero también la primera en participar de su resurrección, un anticipo de lo que todos esperamos en la vida eterna (CIC 966). María no es solo una madre; es la madre de todos los creyentes, y su intercesión es poderosa porque está completamente unida a la voluntad de Dios.


En su papel de Madre de Dios, María también es la que nos guía a la Santísima Trinidad. Ella es el modelo perfecto de obediencia y amor, y nos enseña a confiar en el plan de Dios, incluso cuando no lo comprendemos. El Catecismo afirma que María fue "la primera discípula", aquella que creyó y confió en el mensaje de Dios desde el principio (CIC 511). Su vida es un testimonio de fe que nos invita a imitarla y a acercarnos más a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.


Al final, hablar de María es hablar de la historia de salvación. Es contemplar cómo Dios, en su infinita sabiduría, eligió a una mujer para traer al mundo a su Hijo, a través de la acción del Espíritu Santo. Es reconocer que María no es solo un personaje del pasado, sino una presencia viva que sigue intercediendo por nosotros. En su humildad, en su "sí" a Dios, se convierte en el camino que nos lleva a la Trinidad. Ella es nuestra madre, nuestra guía, y en su vida encontramos el reflejo del amor perfecto de Dios.


Y es aquí donde radica el misterio más profundo de María: que siendo tan cercana a Dios, sigue siendo también nuestra madre, siempre dispuesta a escucharnos, a interceder por nosotros, y a mostrarnos el camino hacia su Hijo, nuestro Salvador.






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Rosa Mística