Transfiguración del Señor
Jesús, mediante su muerte y resurrección, liderará un nuevo Éxodo que liberará no sólo a Israel, sino a toda raza y nación; ahora ya no del sometimiento al faraón, sino de la esclavitud del pecado y la muerte. Él guiará a toda la humanidad, no hacia la tierra que fue prometida a Abraham, sino a la patria celestial que Pablo describe en la primera lectura de hoy.
Moisés, el dador de la Ley de Dios, y el gran profeta Elías, fueron los únicos personajes del Antiguo Testamento que escucharon la voz y vieron la gloria de Dios en la cima de un monte (cfr. Ex 24, 15-18; 1 R 19, 8-18).
La escena de hoy rememora claramente la revelación de Dios a Moisés, quien traía tres acompañantes y cuyo rostro también brilló resplandeciente (cfr. Ex 24, 1; 34,29). Sin embargo en el Evangelio de hoy, cuando la nube divina desaparece, Moisés y Elías se han ido también. Solo Jesús permanece.
El ha revelado la gloria de la Trinidad: la voz del Padre, el Hijo glorificado y el Espírítu representado en la nube brillante.
Jesús cumple todo aquello que Moisés y los profetas habían enseñado sobre Dios (cfr. Lc 24,27). El es el “elegido” anunciado por Isaías (cfr. Is 42,1; Lc 23,35); el “profeta como yo”, prometido por Moisés (cfr. Dt 18,15; Hch 3,22.23; 7,37). Pero Cristo es mucho más que eso: el Hijo de Dios (cfr. Sal 2,7; Lc 3,21-23).
“Escúchenlo”, nos dice la voz desde el interior de la nube.
Si como Abraham, tenemos fe en sus palabras, también un día seremos conducidos a la “tierra de los vivos” que cantamos en el salmo de hoy. Compartiremos la resurrección de Cristo y nuestros cuerpos serán glorificados como el suyo, según nos promete Pablo.